El sol levantó el telón de la noche
y, todavía cansado,
despertó el granjero.
Enseguida supo del error
pues al lado de la ventana
no estaba el gato, sino el cerdo.
Se vistió con mucho frío,
los pantalones medio rotos
y la camisa de faena.
Cuando llegó al establo
ya no había vacas
¡eran todo yeguas!
Lo raro es que pudo ordeñarlas
y sacarles leche fresca.
Después de desayunar
entró en el gallinero,
las gallinas ahora daban lana
y, para colmo, ni un huevo.
El que peor lo llevaba
era el gallo.
Pobre… de calor estaba muerto
con aquel jersey de cuello vuelto.
Ni cantó el alba,
ni pudo despertar al pueblo.
Eso sí, lo hizo el perro,
levantando su hocico entonó un…
“¡kikirikí!”
con innegable talento.
Cada animal comenzó su jornada
y mientras los patos pastaban
las abejas alborotaban.
Ellas también querían cambiar
pero el caballo no les dejaba.
Tuvieron que recolectar miel,
como cada mañana;
cabreadas, muy cabreadas,
entre flor y flor,
planeaban la venganza.
Suerte que apareció la abeja reina
para poner un poco de paz.
Las abejas se quejaron:
mira, que no es justo,
que nosotras también queremos jugar.
La reina zumbó las alas y dijo:
A trabajar, y no se hable más.
Ante tal despropósito
¿qué opinaba el granjero?
Puessss
el buen hombre ya no daba crédito.
Las vacas relinchando.
Las ovejas dando huevos.
El gato,que venía del bosque,
¡era un gato trufero!
Como nada estaba al derecho,
el granjero fue a buscar a la granjera,
que andaba en sus aposentos.
Cuando entró, la mujer era pirata
navegando en su cama hacia barlovento.
Ya nada se podía hacer
salvo esperar a un día nuevo.
Y dijo el lector:
¡Pero bueno!, ¿qué tipo de granja es esta?
El granjero sonrió…
pues una granja de cuento.