La casita

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Hay libros que parecen escritos para un tiempo y un lugar concretos, pero que con los años muestran una sorprendente vigencia. La casita, de Virginia Lee Burton, es uno de ellos. Publicado por primera vez en 1942, podría pensarse que pertenece a una época lejana, y sin embargo, su mensaje sobre las raíces que nos sujetan, la pertenencia y el paso del tiempo resulta hoy más actual que nunca.

Lo que hace especial a esta historia es que la protagonista no es una persona, sino una casa. Una construcción pequeña, modesta pero bien bonita y construida, que siente, observa y recuerda. A través de sus ojos seguimos el cambio de su entorno: el campo tranquilo se convierte en ciudad bulliciosa, y lo que antes era alegría y vida compartida se transforma en ruido y soledad. Esa mirada convierte a la casita en algo más que un objeto: en un personaje con emociones, que nos habla del arraigo y de la pérdida.

Pero el cuento no se queda en la melancolía. No solo plantea la relación entre espacio y memoria, sino también la posibilidad de recuperar lo esencial: un regreso al origen, a la calma y a la naturaleza.

En La casita, Virginia Lee Burton juega a no contar toda la verdad: no todo es lo que parece. Por eso, vista de lejos la ciudad luce tan atractiva y luminosa, y la vida en el campo parece sencilla porque mantiene un ritmo calmado. Al principio, la casa disfruta de esa calma del lugar donde fue construida, rodeada de naturaleza y bajo el cuidado de la familia que la habita. El arraigo se refleja en su vínculo: ella pertenece al campo, a las estaciones que pasan, a la vida tranquila que la rodea.

Sin embargo, el paso del tiempo transforma el paisaje, el texto no lo dice pero alguna situación debió empujar a la familia fuera de allí porque, ya ves, la vida en el campo no siempre es como lo imaginamos. En algún momento la casa se deshabita y queda en el olvido de las generaciones posteriores.

La ciudad avanza, como siempre implacable y, poco a poco, la casita queda atrapada entre carreteras, humo, edificios y ruido. Aunque sigue en pie, se siente desplazada y desarraigada, incapaz de reconocerse en el entorno que la envuelve.

La historia da un giro cuando aparece la tataranieta del hombre que la construyó. Para ella, la casita no es una construcción cualquiera: es un símbolo de hogar y de memoria familiar. Su arraigo no está tanto en el lugar como en el vínculo emocional con la vivienda misma. Por eso decide rescatarla y devolverla a su sitio, donde la casita puede volver a tener sentido.

Esta maravillosa lectura nos plantea dos formas de arraigo: el de la casa, un personaje que necesita pertenecer a un lugar y a un paisaje concreto; y el de la tataranieta, que encuentra en la casita la huella de sus raíces familiares y afectivas. En ambos casos, transmite un mensaje muy actual: la importancia de cuidar el espacio de nuestras raíces y reconocer su valor emocional y simbólico.



  • Fortalece la identidad personal

Cuidar el lugar donde se enraiza tu vida ayuda a saber quién eres: no es solo un dato biográfico, es una sensación física y emocional. Cuando reconoces cada rincón —una ventana, una verja, la cocina donde se repiten las mismas conversaciones— te armas de una narración propia que sirve de ancla cuando todo lo demás cambia.

Tener esa base reduce la confusión y facilita tomar decisiones por pequeñas que sean. No necesitas convertirte en un manual viviente de genealogía: basta con reconocer que hay un hilo que te conecta con algo anterior. Y eso, curiosamente, calma más que mil listas de propósitos.

  • Conecta generaciones

Qué bonito es conectar con abuelos, abuelas, tíos, tías y primos, con toda la familia que te rodea. Compartir una casa, un jardín o incluso un plato es como un intercambio. como una conversación que no cansa.

Además, esas conexiones no solo son sentimentales: son prácticas. Cuando una generación transmite una técnica, una receta o una historia, está dando herramientas al presente. No hace falta una máquina del tiempo: abrir un baúl o sentarse en el porche suele ser suficiente para que aparezcan las buenas ideas (seguramente las anécdotas terminen siempre en carcajadas).

  • Inspira creatividad

Los lugares con memoria son materia prima para la imaginación. Un desván lleno de objetos que ha usado la familia, los armarios, la escalera que siempre cruje en el mismo escalón o una pared pintada de verde… todo cuenta una historia con personajes que nos resultan muy conocidos; esto provoca que seamos capaces de inventar juegos y proyectos artísticos. Para niños y adultos por igual, esos detalles activan la invención: convierten lo cotidiano en escenario y posibilidad.

Cuidar lo propio fomenta el bricolaje creativo: restaurar, reutilizar, rehacer.

  • Fomenta la continuidad cultural

Los espacios donde se vive transmiten prácticas, lenguajes, gestos y sabores que son parte de una identidad colectiva. Mantenerlos vivos ayuda a preservar tradiciones que, de otro modo, se pierden en la uniformidad global. No se trata de vivir en un museo, sino de mantener vivos los rituales que nos cuentan quiénes somos.

Esa continuidad cultural también genera riqueza comunitaria: barrios, festividades o pequeños oficios que se sostienen en el tiempo enriquecen la vida social y ofrecen diversidad frente a la monotonía. Y sí, a veces son las cosas más sencillas —una canción para días de lluvia, una receta— las que más profundamente marcan la memoria.

  • Ayuda a la sostenibilidad

Valorar y cuidar lo que ya existe es una forma directa de consumo responsable: restaurar antes que tirar, reutilizar antes que comprar nuevo. Ese gesto reduce residuos, ahorra recursos y nos pone en el contexto justo en el que debemos reflexionar sobre la obsolescencia programada de las cositas que producimos – usamos. 

Evidentemente no todo es material: cuidar tus raíces también es cuidar el entorno (árboles, jardines, pequeños ecosistemas urbanos) con un nuevo pensamiento: a lo mejor no se trata de la sostenibilidad que vemos en redes sociales, no tiene glamour, no sube likes pero funciona y al final esto es lo que cuenta, mucho más que los hashtag que son tendencias pasajeras.


¡Vaya! He empezado hablándote del álbum La casita y al final te he ido por los Cerros de Úbeda. En realidad, la lectura es solo el punto de partida, pero quiero volver a ella. Virginia Lee Burton consigue algo muy especial: hace de cuatro paredes un personaje vivo, y lo logra sin artificios, con la sencillez de quien entiende bien el mundo infantil y sus formas de mirar.

Las ilustraciones acompañan con expresividad esa narración. Tienen un aire clásico, casi ingenuo, pero esconden una enorme fuerza narrativa. La evolución del entorno de la casita —del campo abierto a la ciudad sofocante— está contada visualmente con tanto detalle que uno casi escucha el ruido de los tranvías o siente la calma del prado. Es un estilo limpio, reconocible, que se detiene en lo esencial y convierte el álbum en una experiencia visual tan poderosa como la propia historia.

Burton, autora e ilustradora, fue una pionera en el álbum ilustrado estadounidense del siglo XX. No solo creó libros que se convirtieron en clásicos, sino que supo conjugar la narración con la ilustración de manera inseparable. Tenía esa rara habilidad de hablar a los niños sin condescendencia y de tocar temas complejos con una claridad luminosa. Quizá por eso La casita sigue viva hoy: lista para llevarla de nuevo al campo, al lado de un río, en medio del desierto, colgada de los árboles, en medio del mar o llevarla hasta las estrellas… allá donde cada uno sienta que tiene hundidas sus raíces.

Al terminar La casita queda esa sensación de que los libros no solo cuentan historias, también nos devuelven preguntas. ¿Dónde están nuestras raíces? ¿Qué lugares merecen ser cuidados, rescatados, devueltos a la vida? Quizá, como la tataranieta del cuento, todos tengamos una “casita” que nos espera para recordarnos que hogar no es solo un techo, sino también memoria, identidad y futuro.

Si te ha gustado esta reseña, te invito a leer otras que encontrarás en el blog y a seguir las publicaciones en redes sociales, donde comparto más cuentos, poemas, collage y propuestas lectoras. Y, por supuesto, no dejes pasar la oportunidad de buscar este álbum de Virginia Lee Burton en tu librería de confianza o en la biblioteca pública que tengas más cercana, La casita está ahí, esperando para contarte su historia.

Antes de despedirme, una pista de lo que vendrá: estoy escribiendo un cuento para la próxima festividad de Todos los Santos (sí, me niego a llamarla Halloween). Solo puedo adelantar que tendrá un colorido que no te esperas… así que mantente cerca, porque muy pronto te lo podré enseñar.

Nos vemos en la página siguiente.

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