I.
Ca-pa-ra-zón. Cuatro sílabas para limpiar, pronunciar, cantar, arreglar y cuidar daban para mucho durante todo el año. Era el primer año que a Kelaa le asignaban una palabra y le había dedicado más tiempo del que ella se imaginaba cuando era niña. Soñaba con su palabra, cuál sería, ¿Nube tal vez o quizás Brillante? Alguna vez le había escuchado a mamá la palabra Tornasolar y, desde luego, no le pareció la más apetecible pero la hubiese preferido mil veces antes que la suya.
En el mundo de Aedo todo gira en torno a ellas, a las palabras. La vida se alimenta, muere y surge de nuevo a través de combinaciones de letras que dan voz a los objetos, a las emociones, a los deseos, incluso a lo inefable. Desde cuándo, no se sabe, la memoria tiene que estirarse muchos siglos atrás para encontrar la raíz de Aedo, aquí las tradiciones son mucho más que meras repeticiones de los actos de quienes lo habitan, son un tesoro que mantiene viva a la comunidad. Por eso, el Ciclo de los Ecos es una celebración sagrada para cualquiera de sus miembros, en ella todos los habitantes mayores de 5 años liberan palabras nuevas y reciben otras que deben cuidar durante los trescientos sesenta y cinco días del año. Se trata de la tradición más antigua que se conoce en Aedo: exhalan el rumor de aquella que recibieron el año anterior, tras lo cual, el Gnomo Viejo escribe una nueva palabra, con tinta secreta sobre un trozo de tela, mientras nombra a quien debe cuidarla durante el resto del año.
Ca-pa-ra-zón. A Kelaa le habían otorgado una palabra bastante boba, de esas que parece que nunca van a usarse demasiado. El Gnomo Viejo pronunció su nombre por primera vez el año anterior, desde entonces había pasado día y noche junto a ella. La guardó en una gota de agua del estanque, fresquita, limpia y cristalina, de vez en cuando recipiente, lo limpiaba un poco, con cuidado, como mamá le había contado tantas veces. Los primeros meses pasaron casi sin darse cuenta, a Kelaa no le gustaba su palabra y la decepción hacía que pasaran los días sin reparar en que las palabras hay que usarlas, pronunciarlas con el alma, así se limpian de contaminación y se ahuyenta a los silenciadores.
Sabía perfectamente todas sus responsabilidades, pero Kelaa hacía el mínimo esfuerzo por mantener su palabra viva. Así pasó el invierno y la primavera, pero con el verano llegaron las noches en el robledal en las que jugaban a encadenar palabras durante largas horas. De la forma más inesperada, una de las jugadas cambió los días de Kelaa.
—Marfil —dijo Aurora riéndose de forma malvada.
—Filmoteca —tras pensarlo unos largos segundos, Ecyra logró salvar la ronda.
—¿Otra vez?… —Kelaa estuvo largo tiempo pensando alguna palabra rara que no hubiese dicho ya, cuando de pronto—, ¡caparazón!
Ganadora por aclamación del grupo, Kelaa dejó sin opciones a su amigo, el pobre Eblen, que no supo seguir la cadena con ninguna palabra que comenzase por la sílaba zon. No parecía una palabra tan mala después de todo, la cosa empezaba a ponerse interesante para esta pequeña pero astuta hada de Aedo.
A partir de entonces, Kelaa sintió un mayor apego con su palabra, la repetía cada mañana varias veces, sacaba su gota de estanque y la miraba durante largos minutos. Por las tardes buscaba nuevas palabras dentro de ella.
—Opacaran, Zarpa, Apozara, Arcazón… —le susurraba—. Tienes muchas pequeñas palabras dentro; otra, acorazan… y ya van cinco.
Por las noches buscaba las mejores rimas posibles: corazón, armazón, desazón, todas parecían sencillas pero resultaban difíciles de encontrar. Con el paso de los meses, Kelaa llegó a querer tanto a su palabra, que le costaba separarse de ella por si acaso desaparecía, las palabras eran bastante volátiles, por miedo a los silenciadores, seres oscuros capaces de raptar palabras con el fin de acallarlas y dejarlas en el olvido para siempre; en fin, temía incluso que se ensuciara. Pronto comenzaría noviembre, y con él las preparaciones de la celebración del próximo Ciclo de los Ecos. Al fin soltaría su hermosa palabra y le confiarían una nueva que, a buen seguro, iba a ser memorable, cargada de simbolismo. Kelaa estaba segura de ello, después de caparazón vendría la palabra más épica jamás pronunciada.
—¿Qué os parece si sacamos todos nuestras palabras y las ponemos juntas? —preguntó Eblén durante uno de sus juegos.
—Pues me parece que es una idea bastante nefasta —respondió Aurora como un resorte—, primero porque va contra las normas y segundo…—Vale, vale, vale, estoy oliendo tu canguelo desde aquí —Eblén quería poner a prueba el orgullo de Aurora.
—¿Miedo yo? Mira, listillo, sé manejar mi palabra mejor que tú diez mil veces.
—Demuéstralo, listilla.
—Kelaa, trae tu gota de estanque. Ecyra, trae tu saco de lana —sentenció Aurora sin dejar de mirar desafiante a Eblén—. Vamos a darle a este mequetrefe una buena lección de valentía.
A pesar de que Kelaa no lo tenía nada claro, era imposible que ella o Ecyra la dejaran sola en medio de un reto con Eblén. Los cuatro eran amigos desde la infancia, los cuatro se conocían tan bien como para saber que no iban a parar hasta demostrar… algo que no sabían exactamente qué era, pero que les parecía un tema de honra o destierro del grupo para siempre. Hacer travesuras estaba bastante bien pero hacer travesuras junto a tus amigas era lo más.
II.
Una palabra es frágil como la piel de una pompa de jabón, luminosa, radiante, si te acercas a ella lo suficiente escucharás el rumor de sus ecos futuros naciendo. Kelaa lo sabía, todos lo sabían, pero la fascinación de ver y escuchar a cuatro palabras juntas fuera de sus recipientes era mucho mayor que todos los peligros que pudieran caer sobre Aedo y especialmente, sobre ellos. Ecyra recomendó colocarlas encima del musgo fresco, Eblén ya estaba sacando la suya del candil, mientras que Kelaa y Aurora cavaban un pequeño hueco en la tierra para que el aire no se llevara las palabras.
Cuando el hueco fue suficientemente profundo como para proteger las palabras del aire, colocaron el musgo como una alfombra lista para amortiguar las durezas de la tierra; todo insólitamente calculado. Llegaba el momento de sacarlas de sus recipientes: Dislate, Cauce, Alboroque y Caparazón.
En ese instante, el cielo, que hasta entonces se mantenía tranquilo, se cubrió de nubes pesadas y grises, un viento helado congeló la delicadeza del momento. La primera gota cayó sobre una de las puntiagudas orejas de Kelaa, tras ella llegó una segunda gota que avisó a Ecyra en su mano derecha, mientras que la tercera mojó una de las alas de Aurora, la tensión creció en las miradas de las hadas. Miraron a Eblén con caras de agonía infantil, la lluvia no era solo agua, era poner en riesgo la celebración del Ciclo de los Ecos.
Ecyra advirtió, pero ya era tarde: las palabras temblaban, como si supieran que la lluvia las iba a arrastrar, que sus ecos futuros ya no tendrían forma de nacer. La tromba de agua comenzó en apenas unos pocos segundos,
—¡Mecachis! ¿De dónde han salido todas estas nubes?
—Cuidado, cuidado, cuidado o las aplastaremos.
—Rápido, coloquemos un gorro sobre las palabras que haga de paraguas —Ecyra mantenía la calma.
—No, el tuyo no, que está lleno de agujeros.
—¿Cómo se te ocurre llevar ese gorro tan ruinoso?
—Es mi favorito.
—Pues tu favorito nos está calando las palabras.
—Algo cubrirá, ¿no? Haber puesto el tuyo —Eblén miraba embelesado su gorro de elfo—. Mira, mi palabra apenas está mojada.
—Tu palabra es una bobada, podría perderse y no se daría cuenta ni el Gnomo Viejo.
—¿Queréis dejar de discutir, par de mendrugos, y ayudar a guardarlas todas?
Guardar las palabras en sus respectivos recipientes sagrados no era tarea fácil, se habían mojado y había que manejarlas sin manosearlas demasiado. Una sola sílaba mal y podían considerarse pasto de los Tubérculos Oscuros.
—¡Ssshhhhhhh! —Kelaa, estaba perdiendo la paciencia.
—Mi palabra no es una bobada, Dislate tiene un toque de distinción, tan peculiar que pocos tienen el buen gusto de apreciar —protestó Eblén justo cuando una brisa oscura cruzó el lugar, y las cuatro palabras se agitaron como hojas nerviosas.
—Eso no ha sido el viento —murmuró Ecyra, petrificada en su sitio.
De las sombras surgió una figura algo siniestra, alargada y con el rostro malvadamente divertido, parecía hacerle mucha gracia la discusión entre ambas criaturas, con sus dedos largos extendidos hacia el bote donde se debilitaba Dislate. Antes de que pudieran reaccionar, el silenciador emitió un gruñido sordo de viento y envolvió la palabra en una nube de sombra. Cuando el silenciador terminó de gruñir Dislate ya había desaparecido, miró al grupo con una mueca de media sonrisa socarrona.
—¡No, no, no! ¡Dislate no! —gritó Eblén, lanzándose hacia la criatura, pero esta ya se había desvanecido en un remolino de aire. Solo quedó el bote vacío, balanceándose en el suelo, mientras el aire se agitaba en la distancia. Ecyra tragó saliva.
—¿Os dais cuenta de lo que acaba de pasar? —murmuró, mirando a sus amigas con el rostro pálido.
—Esos malditos silenciadores. Tenemos que recuperarla. ¡No podemos dejarla en sus manos! —Eblén apretó los puños.
—¿Y cómo piensas recuperarla? —preguntó Aurora—. ¿Se lo vas a pedir por favor?
—Un silenciador jamás nos devolverá la palabra. Se alimentan del silencio de los demás, hay que recuperarla de otra forma —Kelaa sabía que una palabra podía volver del silencio, pero no sabía ni por dónde empezar.
—Da igual, asumamos que se ha perdido para siempre —dijo Aurora.
—¿En serio piensas ponerte delante del Gnomo Viejo ¡o peor, de la Gran Madre! y confesar que nos saltamos el artículo cuatrocientos cincuenta y seis barra doscientos ochenta y tres punto F?
—Desde luego, nadie se sabe esa minucia de artículo. Total, tampoco era una palabra muy agraciada, nadie la iba a usar.
—Aurora, las palabras no son para nosotros, las usan en el mundo de los humanos. Y en cuanto al artículo… —Ecyra puso las cosas en su sitio y las tres hadas se miraron entendiendo que ese artículo se lo sabía todo Aedo. Tenían que traer la palabra de vuelta.
Kelaa miraba de reojo a Caparazón, se había librado por muy poco y aunque se aliviaba pensando que no era su palabra, si no podían recuperar a Dislate las cuatro correrían la misma suerte. De pronto, su ánimo se volvió más gris aunque la tormenta había pasado y lucía el sol de un noviembre inesperado.
—Hay que actuar rápido, ¿cómo buscamos a ese maldito y feucho silenciador? – preguntó Kelaa—. Ecyra, tú has leído más sobre los silenciadores que nosotras.
—¿Y desde cuándo Ecyra tiene una tía que vive en el pantano? —sorprendió Aurora con un tono de solvencia muy poco habitual—. Los silenciadores van allí a beber agua de vez en cuando, no vive nadie más que unos pocos que los vigilan. Soy vuestra hada, amigas.
—¿Pero no decías que era mejor confesar? —preguntó Eblén avergonzado.
—Ya quisieras, amiguete, ya quisieras —las cuatro pequeñas criaturas mágicas de Aedo se fundieron en un abrazo—. Todo va a salir bien. Y si no… ¡destierro!
Aurora tenía el don de hacer reír en los momentos más inoportunos. pensó Kelaa, pero sintió que su amiga tenía razón: todo iba a salir bien.
III.
El pantano estaba más lleno de lo habitual, toda su ribera olía a las cumbres de los montes de Aedo, a nieve con piedra, a nidos de águilas y nieblas de las mañanas. Ebla, la tía de Aurora, se apoyaba en la corteza de entrada de su árbol, miraba con preocupación hacia el agua pero cuando vio llegar a su sobrina su rostro se iluminó por espacio de cinco segundos. Ni más ni menos, cinco segundos fue lo que tardó en entender que algo sucedía.
—Estáis lejos de los robles, no me digáis que habéis venido a verme porque no me lo trago. Algo lleváis entre manos, puedo olerlo en el aire.—¿No puede una sobrina ir a visitar a su tía? —Aurora hizo el intento de parecer normal—. Hemos aprovechado que el pantano está en calma para venir a jugar un rato.
—De calma nada, mi querida mentirosilla, te he dicho mil veces que la superficie no es todo el pantano. Hoy las profundidades están agitadas, lo noto.
—Pero si no se oyen ni a las libélulas —Eblén intentaba entender algo.
—Si supieras escuchar con esas orejotas te darías cuenta de que el pantano sabe que tu palabra ha desaparecido —Ebla no dio tregua—. Pasad a casa. ¿Cómo ha sido? Contadme.
Las tres hadas y el elfo sin palabra le explicaron con todo detalle (quizás con demasiado detalle) toda la historia. Hablaban todos a la vez cortándose para exagerarlo todo un poco más, pero después de un par de sobresaltos, de información que a Ebla no le interesaba en absoluto y tres conatos de discusión por acordar de quién fue la idea de la idea… logró comprender el asunto. Era grave, Ebla era un hada ya vieja y no conocía un caso similar desde hacía muchos muchísimos siglos. Dejó la taza de hierbas de lavanda en la mesa y se fue a la estantería de los libros a buscar alguno que pudiera ayudarles, ninguno parecía encajar con aquella historia.
—¿Cree usted que nos podrá ayudar? —preguntó Kelaa con más ilusión de la esperada.
—Criaturas, habéis faltado al artículo cuatrocientos cincuenta y seis barra doscientos ochenta y tres punto F —la tía sabía cómo ponerles nerviosos.
—Con que nadie conocía el artículo… —resopló Ecyra.
—Estoy buscando mi antiguo cuaderno de apuntes, el primero que hice cuando me vine a vivir al pantano. Venían silenciadores todas las noches, apenas se dejan ver, bebían y se iban como si tuvieran prisa por algo —Ebla iba hablando mientras rebuscaba en sus cajones—, acabé escribiendo sobre cómo los silenciadores tenían miedo de algo. Yo pensaba que eran las criaturas que habitan en las raíces pero no era eso… era más… más… ¡Aquí está! ¡Su reflejo!
—¿A los silenciadores les da miedo su propio reflejo? No creía que un silenciador tuviera miedo a nada, pero de sí mismo menos.
—Es más complejo, Kelaa. Tienen miedo de recordar quiénes fueron en algún momento. Si queréis encontrar su palabra —miró a Eblén con cariño—, tendréis que guiaros de aquello a lo que un silenciador más teme.
—¡Un espejo! —Ebla comenzó a reírse de la ocurrencia pero tampoco iba desencaminado.
—Casi aciertas, elfo. Hay una palabra que ahuyentará a los silenciadores como si fuera un espejo, la tengo desde hace mucho tiempo guardada en mi bote de caramelos de miel, cogedlo. No saquéis la palabra bajo ningún pretexto —les miró durante varios segundos antes de irse a la cocina—, ella misma iluminará las nubes negras que envuelven a Dislate.
Cuando su tía volvió con un bote de cristal en las manos, lo reconoció al instante. Tenía ese olor a abejas, a madera dulce, siempre estaba colocado encima de la mesa de la cocina y cuando se comía las tortitas de moras y arándanos lo leía cien veces.
Ecyra, Aurora, Eblén y Kelaa juntaron sus cabezas para poder ver la palabra, al unísono se escuchó: MEMORIA
IV.
Con la palabra memoria guardada en el zurrón de Eblén, algunos sándwiches y barritas de bellota recién hechos y las instrucciones para leer el mapa bien dadas, Kelaa volvió a mirar su palabra bien guardada en su gota de estanque. Ca-pa-ra-zón. Susurró antes de cerrar la mochila con las meriendas. Todo estaba preparado, se dirigían al Valle Seco de los Olmos un lugar apartado de todos los árboles conocidos donde solían dejar las palabras que lograban silenciar.
Los árboles muertos crujían bajo el peso de sus propias ramas, allí no había tiempo ni espacio, parecía que todo rastro de vida se había rendido. Lo raro es que estaban en silencio, a medida que avanzaban, el bote que contenía la palabra memoria comenzó a emitir un leve brillo dentro del zurrón de Eblén, proyectando haces de luz que atravesaban la penumbra y señalaban el camino.
—¿Habéis notado que el aire aquí es diferente? —susurró Ecyra.
—O que las sombras se mueven más de lo que deberían… —añadió Eblén, tratando de no pisar nada que hiciese un crujido que les delatase.
Memoria intensificó su luz, iluminando un pequeño claro donde varias palabras estaban atrapadas en amasijos de nube negra, hojas, ramas y tierra sin vida. Subieron un poco el bote de luz: la imagen era desoladora, cientos de palabras tratando de escapar sin fuerzas. Todas eran palabras maduras, de las que se habían liberado en Ciclos de los Ecos pasados. Solo una palabra brillaba con especial aliento, Kelaa la vio y sobresaltó al resto; Dislate era más pequeña pero más brillante, acababa de llegar y aún se resistía con mayor fuerza que las demás.
—¡Ahí está! —susurró Kelaa emocionada. Pero en cuanto dio un paso adelante, el suelo tembló ligeramente, y de las sombras emergió un silenciador.
Eblén, recordando las palabras de Ebla, cogió el bote y con decisión corrió hasta ponerse delante de aquella criatura horrorosa. Lo alzó como si fuera un espejo, la memoria le devolvió una luz tan intensa que todo parecía desmoronarse a su alrededor. El silenciador se tambaleó y emitió un sonido de dolor y rabia, era demasiado fácil enfrentarlo si se tenía valentía y la luz de la memoria. Ninguno de ellos, por muy terroríficos que fueran, encontraría jamás argumentos con los que luchar, así que únicamente podían gritar.
Abrió los ojos antes de desaparecer por completo.
—¡Funciona! —exclamó Kelaa.
Guiados por Memoria, comenzaron a liberar las palabras atrapadas. Cada una tenía una textura y un peso diferente: Serendipia, como una burbuja de agua. Espliego, desprendía un aroma fresco que llenó el valle, y Armonía palpitaba con un ritmo constante y tranquilizador.
Cuando finalmente liberaron Dislate, la pequeña palabra se sacudió las últimas motas de niebla y flotó alegremente hasta que Eblén la posó en la palma de su mano.
—¿Lo veis? Nunca se rinde, igual que nosotros. —Kelaa, sabía que podían volver a casa tranquilos y con todas las palabras liberadas sintió que el Ciclo de los Ecos cobraba un significado para ella que hasta ahora no había comprendido. No solo tenían a Dislate a salvo, ahora comprendía lo importante que era cada palabra.
Emprendieron el camino de regreso, devolvieron el bote a la tía Ebla y se despidieron en el centro del tronco sin ramas. Ninguna de ellas durmió aquella noche, tampoco lo hicieron la siguiente, los días con sus noches los pasaban ansiando la gran celebración, su primera celebración. Aedo bullía de emoción, Kelaa iluminó su gota de estanque con una cinta de luciérnagas muy pequeñas. Ca-pa-ra-zón.
V.
La plaza de Aedo brillaba como nunca. Las guirnaldas de canela y naranja olían a fiesta y a verbena, las hadas volaban en lo alto, mientras los gnomos tocaban los tambores de bellotas huecas, las risas resonaban hasta colarse en todos los rincones del pueblo. Los habitantes se reunieron alrededor del Árbol del Eco, un roble gigantesco con ramas que parecían peinar las constelaciones, y cuyas raíces peinaban los secretos de todas las palabras que habían custodiado durante el año.
El Gnomo Viejo, con su túnica de musgo y un sombrero gigante lleno de flores y frutos, subió hasta la rama principal, a Kelaa le parecía una maceta. Tosió un par de veces para atraer la atención de todos, y que dejaran de comer tartaletas de polen por unos minutos.
—Queridos habitantes de Aedo —comenzó, mientras era incapaz de acomodar su sombrero—, hoy liberamos nuestras palabras para que encuentren su camino al mundo de los humanos.
El gnomo hizo una pausa dramática, mientras todos contenían la respiración.
—Pero no olvidemos lo más importante —dijo, alzando una ceja—: Hay que soltar las palabras con nuestra melodía, por favor, la hemos ensayado mucho. Que el año pasado algunos desafinaban y mirad la que se armó en el pueblo de al lado.
Hubo risas y alguna que otra carcajada contenida, entonces el Gnomo Viejo levantó su bastón, adornado con cintas que ondeaban en el aire, con un movimiento solemne, señaló el cielo y todos los habitantes abrieron sus recipientes: botes de miel, frascos de perfume, conchas, nueces… Kelaa sacó su gota de estanque.
—¡Que viajen lejos, llenen el mundo de su magia y que nunca sean silenciadas! —dijo el Gnomo Viejo con emoción.
Las palabras comenzaron a salir de sus recipientes mientras el rumor de Aedo era una melodía coral que se repetía una y otra vez. La voz de cada palabra nueva era una promesa.
Ca-pa-ra-zón.