Cada tarde, durante el camino del sol hacia su puesta definitiva, Gus se prepara para salir de casa. Duerme cuando los demás agitan sus frenéticas vidas y trabaja cuando las voluntades se adormecen. Es hombre de campo, sencillo, rutinario y con dosis elevadas de optimismo. Vive en la ciudad aunque ésta le trae sin cuidado.
Cuando regresa del trabajo entra en el estanco que hay debajo de su casa, apenas cruza dos palabras con el hombre que le atiende todos los días pero entre ellos se ha creado una extraña confianza. El estanquero siempre le hace la misma pregunta:
–¿Cuántas hubo anoche?
–Quinientas ochenta y cinco. Como siga así tendré que hacer horas extras.
Del estanco compra un sello y regaliz. Ambas cosas las guarda en una pequeña bolsa de tela y las saca nada más llegar a su puesto. Hay profesiones que ennoblecen la existencia humana y Gus se alegra, aunque nunca lo dice, de tener un trabajo que da descanso a muchas personas en el mundo.
En la ciudad se duerme a base de pastillas, quien padece de nervios o preocupaciones sana su interior con las trampas de laboratorio. Ya no quedan niños que dejen volar su imaginación al acostarse, ya no queda nadie que lea en la cama como ya no quedan niños que cuenten ovejas. Todo miedo y pensamiento se encarcela a la hora de dormir. Pero no todo es lo que parece y hay quien piensa que nada está perdido, por eso Gus es contador de ovejas.
Al llegar, abre la valla de madera y el campo rebosa de un alborozo particular, adueñándose del solitario silencio de la noche. Se sienta en las faldas de la ladera tranquilamente, apoyándose siempre en el tronco del mismo árbol; con el paso de los años Gus comienza a pensar que el árbol se adapta perfectamente a su espalda para regalarle toda la comodidad que le sea posible, como si el viejo roble fuese cómplice de aquella tarea.
A él le enseñaron a contar ovejas desde bien pequeño. Recuerda a su abuelo sentado al borde de su cama, deseándole felices sueños. Gus se hacía el remolón y lamentaba que no se podía dormir, o que no tenía sueño, era entonces cuando su abuelo le aconsejaba que contara ovejas…
–Ya, claro… ¡eso es aún peor, abuelo! Si cuento ovejas jamás podré dormirme –decía Gus.
–¿Y por qué no te puedes dormir contando ovejas? –preguntaba su abuelo.
–Porque cada una es diferente y todas me cuentan su historia cuando pasan por delante de mí. La primera lleva lazo rosa, la siguiente usa pajarita de madera, la tercera salta y salta como si una hermosa bailarina fuera. La cuarta es merina pero cree ser menina y se empeña en llevar miriñaque. Aunque (de todas) mi preferida es la décima, muy distinguida ella, con monóculo y chistera.
Pasa el tiempo y Gus se ha convertido en el mejor contador de ovejas, su rutina, aburrida para otros, le mantiene bien despierto. Un día cualquiera decidió hacer vocación de su vigila, se hizo con un rebaño no tan imaginario y pensó que la parte del mundo que no conseguía dormir tendría a alguien que contara ovejas por ellos. Se pasan la mitad de la tarde rumiando y luego durmiendo, miran a su pastor con indiferencia pero él ve en ellas las más alocadas historias. Come regaliz mientras escribe, así pasa la noche hasta quedarse completamente dormido.
¿Que para qué utiliza los sellos? Eso se lo cuento otra noche, que ahora mismo tengo sueño.