Tres hechiceras y un gusano

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Vivían separadas, sin embargo, las tres juntas formaban una sola noche espeluznante. Niebla, Menguante y Trueno eran amigas desde niñas y juntas habían celebrado todas sus fiestas favoritas. Se hicieron amigas porque no podía ser de otra manera, se llevaban bien porque coincidían en casi nada y porque, de todas las fiestas del año, su favorita era la noche de Todos los Santos. ¿Y qué otra fiesta podría gustarle más a tres hechiceras?

Desde que decidieron juntar sus verdaderos poderes, cada año en la noche de Todos los Santos, se proponían un conjuro diferente y nuevo. Sus recetas secretas serían el sueño de todo influencer pero ellas se mantenían fieles a la tradición clandestina de todas las generaciones de hechiceras del mundo, salvo aquella vez que probaron a mezclar resina de pino con lágrima de gato y el conserje les pilló cantando un bolero al gato de Doña Ernestina. Tuvieron que confesar tras varios intentos de suicidio del gato sin obtener ni una lágrima. Pero este año cumplían 15 años y era todo diferente, habían crecido, eran hechiceras experimentadas, sin miedo a lo desconocido. Lo suyo ya no eran los conjuros sencillos de principiantes, este año iban a superarse con algo que nadie se había atrevido a hacer desde muchísimas décadas atrás: invocar a la Gran Hechicera Suprema. Ese era uno de los pocos conjuros prohibidos de toda la Comunidad, sus madres hablaban constantemente de la Hechicera Suprema y recordaban que jamás había que invocar su nombre, pues era una señora anciana con un sombrero enorme, muy cascarrabias, arpía, malvada, cotilla, mandona y gritona, capaz de desatar todas las fuerzas malignas de la naturaleza contra quienes osaran llevarle la contraria.

Niebla, Menguante y Trueno estaban convencidas de que las abuelas y madres exageraban, la historia ya se había contado durante tantos años, se había advertido a tantas generaciones, que era imposible creerse que existiera aquel ser tan maléfico. Estaban dispuestas y convencidas así que copiaron el conjuro del libro más antiguo de la biblioteca de la Comunidad, pero el plan se tambaleó cuando leyeron que solo podía manifestarse durante la noche de Todos los Santos. ¿Desanimarse? No cabía tal palabra para ellas; al contrario, las tres dedicaron lo que quedaba de año a recoger todos los ingredientes que necesitaban, un conjuro con tanto poder que la lista era casi interminable.

El calendario descontaba sus hojas, de invierno a otoño en menos que canta un gallo, al amanecer del quinto martes de octubre, una punzada de escalofrío recorrió el cuerpo de las tres hechiceras; había llegado el momento.

En la mesa del salón no cabía nada más: ajo seco y todo tipo de especias, el cofre con suspiros de roble, una bolsa de laurel machacado, una pizca de polvo de estantería sin limpiar, aceite de lavanda, unos cuantos gramos de lana de oveja merina, botes con diferentes pigmentos y lo más importante: el cuerpo entero de un gusano de río muerto. “El gusano, no el río” aclaraba el libro. Todo estaba dispuesto para agregarlo en el orden correcto durante el conjuro de esa misma noche. Cada una sabía lo que tenía que hacer.

Niebla contaba cómo había conseguido el polvo de estantería sin limpiar sin que su madre se diera cuenta, casi había sido misión imposible y a punto estuvo de desbaratar el plan por un ataque de limpieza el domingo anterior. Trueno preparaba el caldero para colocarlo en el centro del salón, había que darle una buena limpieza porque aún quedaban restos de chicle del año pasado. Menguante contaba los ingredientes para asegurarse que no faltaba nada, cuando de pronto:

–¿Y este gusano?
–Lo he cogido hoy mismo en el río, no veas cómo me he puesto de agua las botas para atraparlo –contestó Niebla.
–¡¡Pero está vivo!! –dijo Menguante mirando a los ojos al gusano de río.
–Tranqui, Men, cuando sea el momento lo matamos y… problema resuelto –sentenció Trueno.

La hora había llegado, las tres hechiceras dibujaban un triángulo equilátero que encerraba y absorbía sus ancestrales poderes. Las tres alargaron sus brazos y juntaron en el centro su mano izquierda. Como si fueran una sola voz comenzaron su ritual:

Puerta de la Magia,
sombras ocultas de la Tierra
abrid vuestra luz estelar.
Guardianas del tiempo.
Niebla. Menguante. Trueno.
Pedimos permiso para entrar.

 

Nada más pronunciar estas palabras, dentro del caldero comenzó a formarse una leve brisa que soplaba en círculos, cada vez más deprisa, cada vez más deprisa. A Trueno esto le recordaba a su lavadora centrifugando pero trataba de no pensar en ello para no romper el hilo. La brisa formada en el caldero era tan suave como una pluma pero tan insistente como los besos de una abuela. A los pocos minutos, del remolino comenzaron a salir luces pequeñitas y amarillas, como cientos de luciérnagas sobrevolando el caldero.

–Está todo preparado -dijo Niebla–, hay que echar ya los componentes del conjuro, uno a uno. Trueno, comienzas tú.

De una a una las tres hechiceras fueron metiendo en el caldero el contenido de todos los botes y bolsas que antes estaban sobre la mesa. Conforme el caldero se iba llenando, las nubes de fuera de la casa se iban tornando en una lluvia incesante. Primero agua, después viento y finalmente relámpagos. Todo estaba saliendo a la perfección, el conjuro tenía mucha fuerza y, combinado con la energía de la noche en que los muertos salían de sus cuerpos, se convertía en un vendaval que daba auténtico miedo. Un grupo de compañeros de clase vestidos de Chukis y Miércoles, que se acercaban a la casa para preguntar si Truco o Trato, salieron huyendo en cuanto vieron al cuervo de Menguante volar mientras gritaba “So-co-rro” con mejor pronunciación que ellos.

Dentro estaba todo controlado, Menguante abrió el frasco donde aguardaba el gusano de río y lo puso en el borde del caldero.

–Trueno, por favor, mata al gusano y terminemos el conjuro.
–¿Yo, por qué? –abrió los ojos con cara de asco.
–¿No dijiste antes “Tranqui, Men…”? Pues es la hora.
–Que lo haga Niebla –replicó–. ¿Para qué trae un gusano vivo?
–Ah, bueno. ¿Resulta que tengo que hacerlo yo todo? Perdonen ustedes, altezas reales…
–Vamos a romper el hilo, por favor, tranquilas –calmó la discusión Trueno.
–Sí, no perdamos la concentración –insistió Niebla.

De nuevo cerraron sus ojos las tres hechiceras, respiraron profundamente y…
¡Joder, Men, el gusano sigue más vivo que tú! ¿Quieres matarlo de una vez?
–¿Pero no habíamos quedado en que lo matabas tú? Lo traes vivo tú, pues lo matas tú. Fin de la historia.

El gusano miraba a las hechiceras como si fuera un partido de tenis con tres jugadoras. No le quedaba nada claro cuál de ellas sería, finalmente, quien pusiese fin a su supuesta feliz vida de gusano de río aunque lo cierto es que últimamente andaba fatal de la espalda. Su hermana le decía que eso era la humedad, que todo era acostumbrarse, pero él no se fiaba. En medio de la tremenda discusión el gusano abrió la boca para decir algo cuando una de ellas dijo:

–Lo hacemos las tres o ninguna  –casi siempre era Trueno la que ponía paz llegando a un acuerdo más o menos justo para todas. Así que cogió un cuchillo de la cocina y sus dos amigas lo agarraron como si fueran una única mano lista para rebanar al gusano de río.

Levantaron el cuchillo…
–A la una, a las dos y las… ¡tres!

Pero ninguna de ellas se atrevió a bajar la mano y el conjuro, ahora sí, estaba en peligro de quedar sin ningún efecto. El gusano, hipnotizado por aquellas luciérnagas centelleantes, se metió en el caldero para jugar con la suave brisa y sus luces. No se lo iban a creer en el río cuando lo contara.

–Si no hay gusano muerto no hay conjuro, chicas. ¿Qué hacemos?
–Tanto tiempo para nada –suspiró Menguante.
–Podemos hacer galletas de fantasmas –respondió Niebla.
–Pero esta vez de arándanos, que siempre las hacemos de lo que a ti te gusta y odio el regaliz –Menguante no pensaba dar tregua a su amiga.
–Pues no quedan arándanos…
–¡Callaos! ¿Habéis escuchado?
–No seas tan mandona. Venga, Trueno, desempata: ¿arándano o regaliz?
–Sshhhhh, os digo que alguien viene, ¿no lo escucháis?

El leve rumor de unos pasos se fue haciendo cada vez más fuerte. Eran pasos lentos, como si los pies no tuvieran prisa por llegar a ningún sitio. ¿Quién no tiene prisa en medio de una noche de tormenta como aquella? Las tres hechiceras se miraron sin decir nada y en silencio se quitaron las botas para no hacer ruido, menos mal que la luz de la casa estaba muy tenue y podía parecer que no había nadie. Con suerte, fuera quien fuera, pasaría de largo.

–Pss, pss… Men, Niebla, Trueno… Aquí abajo.
Las tres hechiceras se inclinaron hacia el caldero al escuchar la voz que les susurraba desde dentro. El gusano de río estaba ahí en medio de la corriente de aire que no había terminado y Niebla se apresuró a pedirle disculpas.
–Lo sentimos muchísimo, no queríamos hacerte daño es que…
–No es eso, no me estás escuchando, te digo que…
–Tranquilo, luego te devolveremos al río –se apresuró a decir Menguante–, pero no hagas ruido, alguien anda merodeando la casa.
–Creo que sé quién es –dijo el gusano mientras los pasos se escuchaban cada vez más cerca–, la habéis invocado vosotras.
–Pero… eso es imposible –Trueno tenía la voz temblorosa–. Para eso tú deberías estar…
–¿Muerto? –Niebla tragó saliva por no gritar.
–Creía que era lo que queríais… –no dio tiempo a decir mucho más.

Las tres hechiceras emitieron un grito de incredulidad, de auxilio, de horror, de espanto, de sorpresa, de un poquito curiosidad en el fondo. Detrás de ellas, en la ventana que daba al rellano de la puerta, un relámpago iluminó la noche entera dejando ver tras las cortinas la sombra una mujer anciana con el sombrero de Hechicera más grande que se hubiera visto jamás. Después de tanto tiempo, por fin había vuelto.

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