
ACTO I
Limpiar la cristalería de casa cada Navidad es tan sagrado como puede serlo beber buena cerveza en Munich. La abuela lo hacía dos veces al año, una en mayo por razones de festividad del pueblo y otra en diciembre. Yo lo hago una vez.
Las copas se lavan con cuidado y se dejan secar boca abajo. Mi juego, cuando todavía contaba con apenas nueve años, era ver las gotas de agua cayendo por la curva del cristal. Ya no tengo distracciones de ese tipo por lo que las seco con un trapo limpio y nuevo.
Ese día saqué las cuarenta copas, todas, y las ordené por tipo de bebida que podrían llegar a contener. Formaban un escuadrón de cristal que reflejaba la poca luz que se colaba por la ventana. Puse la última copa de probablemente vino blanco cuando sonó el teléfono en la otra habitación.
Ni quién llamó, ni el objeto de la conversación resultaron excesivamente relevantes pero al volver a la cocina tropecé con el palo de la escoba, que por arte de magia surgió de la nada mientras yo hablaba por teléfono. Con un pie enganchado en el palo de la escoba y el otro en el aire mi cuerpo avanzó los centímetros suficientes para sujetarse en la mesa. El sonido de los cristales fue pasando de anecdótico a colosal en cuestión de segundos.
Sólo quedó en pie una copa. De vino tinto, pensé yo.
Los trozos de cristal se repartían por el suelo como un bazar en rebajas. Me agaché a comprobar el desastre, recogí dos trozos del suelo y los miré como si fuera la primera vez que veía cristal. Seguro que a mi abuela jamás le habría pasado aquello. Pensando en mi abuela, en mí misma y en comparaciones odiosas, me di cuenta de que aquellos dos trozos de copa tenían cortes simétricos, la línea perfilaba entrantes y salientes que encajaban a la perfección. Uní los fragmentos como si fueran partes del lignum crucis, abrí los ojos.
Al recoger el sexto trozo de cristal ni siquiera miré al suelo, sabía que se iba a ajustar perfectamente al perfil del trozo anterior. Entre mis dedos sujetaba el cristal y lo hacía girar, en algún punto de aquellos trescientos sesenta grados había algo que me hacía sonreír. Todo se iba pegando, cada línea, cada triza, cada figura era la correcta y daba paso a la siguiente. Unir cristales pequeños para obtener copas que obtenían una cristalería; en unas horas había logrado restaurar las copas rotas.
ACTO II
Ya está limpia, pensé mientras miraba la cristalería al completo. El conjunto sólo tenía un defecto: la copa de vino tinto, intacta en la caída, resultaba distinta. No dudé y la estrellé contra el suelo. Mi rostro tenía una estúpida media sonrisa, miré los trozos de cristal en el suelo y me arrodillé para componerlos. Dejé de sonreír de golpe.
Desde entonces cada año, cada Navidad, limpio treinta y nueve copas de mi cristalería.
cosas que no pasan
como cristales que puedes volver a unir